20 julio 2011

Los crímenes y la conciencia pública

A veces merece (mucho) la pena hacer un ejercicio de arqueología, y lo he hecho. Referenciado en "Público" ayer por Ana Cañil, (Ver http://blogs.publico.es/delunes/132/setenta-y-cinco-anos-de-vacaciones/  )me llamó la atención el extracto, y he buscado el artículo completo. MERECE LA PENA LEERLO (ABAJO).

Creo que leerlo es muy interesante. Publicado el dia 18 de julio de 1936, seguramente escrito algunos días antes (minimo 1) del "Alzamiendo", da muchas claves que, por desgracia creo que nos son comunes a hoy dia, aunque esa barbarie espero y deseo que no se repetirá. Todo ha cambiado mucho, para bien, aunque a algunos les pese.

Angel Ossorio, político conservador fué, sin embargo, un férreo defensor de la República
"En los tres procesos electorales celebrados durante la II República Española a la que prestó todo su apoyo, ya que a pesar de sus ideas monárquicas pidió explícitamente la abdicación de Alfonso XIII declarándose «monárquico sin rey al servicio de la República». Así, en las elecciones del 28 de junio de 1931, fue elegido por Madrid en la autodenominada candidatura de Apoyo a la República obteniendo uno de los escaños reservados a las minorías."


Los crímenes y la conciencia pública (Angel Ossorio).
“La Vanguardia”, 18 de julio de 1936.

Madrid — debo suponer que España entera — vibra a estas horas ante los asesinatos
de los señores Castillo y Calvo Sotelo. Pero, ¿vibra por igual? ¿Tiene idéntico volumen,
exacta equivalencia la protesta ante uno y otro hecho? ¿Llegan hasta el mismo punto en la intimidad de la conciencia de cada ciudadano, la piedad por las víctimas, la indignación contra los actos salvajes, el clamor para su castigo?
Si hacemos examen del mundo que nos rodea y procedemos sin hipocresía, habremos
de contestar rotundamente: no.
El caso es de tal trascendencia, afecta de tal modo a las esencias de la Humanidad,
hiere tan gravemente los fundamentos de la civilización cristiana, que todos debemos hacer el máximo esfuerzo para reaccionar contra un extravío colectivo que nos deshonra y nos destruye.
Bárbaramente escindida la sociedad española, tiene dos pesas y dos medidas para apreciar la tragedia que nos aflige. Si cae muerto un militante de la derecha, sólo se
estremecen sus correligionarios. Si la víctima es de la izquierda, únicamente se sublevan los suyos. Dios me perdone si advierto que, en cada caso, la indiferencia del adversario toma caracteres de regocijo. Si este concepto parece extremado, lo reduciré diciendo que contempla la caída del contradictor como un fenómeno natural, fruto de la justicia y acaso conveniente para la buena causa. Ya se entiende que para cada comentarista, causa buena es la que él patrocina. Ahora mismo, con ocasión de los dos luctuosos episodios que inspiran este artículo, se han puesto de relieve esas dos formas del canibalismo dialéctico. Salvando pocas y honrosas excepciones, los periódicos han destacado esa feroz divergencia. Los de cada tendencia reservan los grandes fotograbados, los titulares enormes, las frases ardientes para el muerto amigo; al otro solamente le corresponde un retrato pequeño y una gacetilla.
Los comentarios son todavía más desalmados.
He aquí dos que conozco referentes a la muerte del señor Calvo Sotelo.

Un hombre de izquierdas:
—Es natural. Al torero le ha cogido el toro.

Unas damas católicas, enfurecidas:
— ¡Cinco han de caer ahora del otro lado!
¡Cinco! ¡Y de los gordos!

Lo mismo ha ocurrido en casos semejantes.
Cuando la revolución de Asturias, un miserable entra en el domicilio de un anciano
e inerme magistrado y respondiendo a móviles de venganza, por causas privadas,
le asesina. Los revolucionarios rechazan cualquier clase de solidaridad con el crimen,
pero la verdad es que no muestran extremada indignación. Cuando luego ocurre la
tragedia que cuesta la vida al periodista Sirval, otros sectores sociales se confabulan
para procurar la impunidad de los asesinos y creen que el perseguirlos y castigarlos es
atentatorio para determinadas instituciones.
¡Como si el prestigio de las instituciones dependiera de la maldad de algunos da sus
componentes!

Esa corrupción del sentido moral, esa ofuscación de las inteligencias es lo más grave
de cuanto estamos presenciando. No es este el primer período histórico en que pelean
unos bandos contra otros, en que menudean los asesinatos, en que ocupan la escena política gavillas de gentes feroces. Mas lo que no ha sucedido antes —- al menos hasta donde puede alcanzar nuestra memoria — es que las gentes, todas las gentes, tomasen partido por estos o por aquellos criminales para mirar dos hechos idénticos como vituperable el uno y como disculpable el otro.
Existía entre los dos grupos apasionados un tercer factor impalpable, etéreo, pero
que, en fin de cuentas, era el que decidía las cuestiones: se llamaba la conciencia pública.
Ella, elevándose sobre el ámbito de la pelea, mantenía viva la condenación, expresaba las ideas genéricas de paz y de justicia, animaba a los órganos del Gobierno, apostrofaba a los delincuentes, cualesquiera que fuesen...era el Tribunal último que discernía, con imparcialidad, los premios y los castigos.
Eso es lo que falta hoy. Falta porque han entrado en escena, por la derecha y por la
izquierda, unos factores políticos que reniegan de los métodos de libertad y lo fían
todo a la violencia. Falta, porque está de moda reírse de los ordenamientos jurídicos
y poner toda la fe en las pistolas. Falta, porque nadie quiere ya la evolución de la
sociedad, sino su aniquilamiento total, para edificar sobre sus ruinas otra nueva. Falta,
en suma, la conciencia pública por el advenimiento de Lenin, de Trotsky, de Mussolini
y de Hitler.

Esa es la enfermedad que hoy llevamos en nuestras entrañas. Que caigan en la lucha
cien o mil víctimas es la tragedia transitoria. Ya pasará.
Lo que no pasará tan fácilmente es esta intoxicación de las almas, que nos lleva a regir nuestros movimientos íntimos, no por la naturaleza de los hechos, sino por la simpatía o la antipatía que nos inspiran los criminales y las víctimas.

Mirémonos bien por dentro. Avergoncémonos de nuestras flaquezas. Pensemos que los dogmas del cristianismo — infiltrados aún en aquellos hombres que no se creen cristianos—, los valores de la más espléndida civilización que conoció la Historia, las normas de la convivencia social, los valores inmortales del Espíritu, son cosas demasiado grandes para que las dejemos morir en las manos de unas cuadrillas de pistoleros. Mejor dicho, en nuestras propias manos. Porque todos los pistoleros imaginables no destruirían nada, no valdrían para nada, si no encontrasen tantos miles y miles de cómplices solapados, capaces de disimular el crimen si sirve para dar gusto a sus pasiones.

Una resurrección de la conciencia pública, limpia, serena, inflexible, pondría término
a la barbarie ambiente. ¿Barbarie dije? En el momento de escribir estas palabras, en las inmediaciones de mi casa estalla un tiroteo...

ANGEL OSSORIO, “La Vanguardia”, 18 de julio de 1936.


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